Siento la extraña obligación de regar este jardín y, por malos recuerdos que me traiga, no dejar que se marchiten estas flores. Fue aquí donde papá cogió su pistola y tiñó los narcisos de color carmesí, supongo que es la sensación de que parte de él se ha quedado entre sus tallos.
Mi padre había sido soldado y aunque llevaba varios años retirado, me confesó en secreto que había traído la guerra con él a casa, que por más que bebía en el salón, no lograba zafarse de ella.
-Es duro perder a tus compañeros y amigos, y se que algún día pasaras por eso, pero rezo a Dios para que jamás debas encañonar a un niño con tu arma, da igual si el te está apuntando con la mirada alienada.
Solía venir al jardín y pasaba las horas construyendo juguetes y arreglando el columpio del árbol una y otra vez, sin importar que ni mi hermana ni yo tuviéramos ya edad para jugar, el sólo quería mantenernos a salvo y evitar a toda costa que creciéramos... Lo cierto es que echo de menos aquello, despertar los fines de semana con su voz cargada de café sugiriéndonos ir a pescar al pantano, ahora ya nunca voy por allí, no puedo.
En la familia solían murmurar que papá siempre había estado loco, que solo un demente escogería ese tipo de vida dejando en casa a su muer y sus hijos sin mayor amparo, especialmente la tía Elena:
-Debería haberse preocupado más por su familia y no por la de otros.
Vieja amargada... Mamá se había enamorado de él con galones en la camisa y muchos sueños en la cabeza, y el lo dio siempre todo por dejar un futuro mejor a su familia, eso es algo que nosotros sabíamos, siempre estuvimos orgullosos de su esfuerzo, y jamás olvidaba un cumpleaños, por muy lejos que estuviera.
Sin embargo hizo cosas horribles, era su deber y no le permitían cuestionar nada de lo que se le encomendaba desde arriba, “jerarquía y deber”, el precio por tratar de construir un mundo más seguro donde poder estar, ¿Valía la pena?. Después de Senegal ya nunca lograba descansar, dormía a base de pastillas y se despertaba aterrorizado a media noche, creyendo que ninguno de nosotros le oía.
En los últimos días, solía confesarse con mamá en la cocina mientras nosotros desayunábamos en el salón, suspiraba y le preguntaba de qué había servido todo lo que hicieron allí cuando encendía la televisión y veía que todo seguía igual, hileras de cuerpos maltratados e inertes a las puertas de cualquier edificio.
No considero que fuese un héroe por lo que hizo en aquellos países o en este, pero se que vivió con una sombra que los demás no podrían ni imaginar, que sacrificó tanto de sí mismo para que otros, nosotros, solo experimentáramos el horror de la guerra cuando encendiéramos la televisión. Me siento aquí, ante el jardín y me pregunto por qué no logré hacer que se encontrara a salvo entre nosotros, traerle una taza de café al porche, ayudarle a reparar algo o dejarle ganar al ajedrez; esta no es la partida que quería perder.
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