Ella se echó a dormir sobre la hierba fresca en una colina
y yo me hacía el dormido con mi rostro sobre su ombligo,
pero como dormir escuchando el tambor que me da la vida,
latidos que narran tranquilidad cuando duerme conmigo.
Yo, que me disfrazo de monte cada mañana para ser el primero
que se bañe con el amanecer que despunta en sus pupilas,
y al llegar el ocaso me pinto de negro para envolverla en mi cielo.
Ella, como una noche de verano en pleno mes de enero,
como es posible que una persona sin nada más que su cuerpo
sea capaz de albergar mi vida, la suya y el mundo entero.
Yo, bañándome en jaras para enredarme en tu vestido,
me hago un ovillo pequeño, diminuto abalorio en tu piel,
envidia del cojo de Efesto, que sueña con haber tenido
la suerte eterna de verte lucir una joya forjada por él.
Ella, que es tan dulce que nadie podría esperar
que entre sus labios esconda esquirlas de lima
para lijar las aristas que nos quieran arañar,
a ella le bastan sus beso para sanar mis heridas.
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