De
entre todos los delirios que destila mi cabeza a veces emerge un
pensamiento que parpadea, una
idea que sale a flote una y otra vez como un tapón de corcho que es arrojado al río, ¿Qué
poder tienen las palabras? ¿Hasta qué punto el ser humano depende
de ellas?
Disponemos
de un conjunto limitado y finito de palabras, y las mismas pueden
hacerte llorar
de felicidad o gritar de rabia, pueden ser la mano que te alza o el
puño que golpea, y
no importa que conozcas de donde proceden o el por qué de una
expresión hecha, porque
basta con encontrar en ellas la manera de transmitir un mensaje y que
alguien conecte contigo
encontrando en ellas dicho mensaje, alterado siempre por el
inconsciente filtro que
nuestras mentes establecen hacia cualquier estímulo que logra
interactuar con nosotros.
A
veces este pensamiento, tan repetido en mi cabeza como en la de
multitud de personas, que ha sido tan
común y tan reiterado en el transcurso de la historia, me hace sentir
ligeramente único por un instante, me
hace pensar en la singularidad de cada comunicación y en cada
momento en que un mensaje, conformado por grafos convenientemente
ordenados, logra establecer un vínculo entre algo que en este
instante recorre mi cabeza y aquello que recorrerá en la de aquellos
que acepten el intercambio.